Rom 3:27-28 ¿Dónde, pues, queda el orgullo del hombre ante Dios? ¡Queda eliminado! ¿Por qué razón? No por haber cumplido la ley, sino por haber creído
Hace muchísimos años, antes de que naciera ninguna persona que tú conoces —desde el año 1508 hasta el 1512 para ser exactos— Miguel Ángel, el extraordinario pintor, escultor, arquitecto y poeta italiano, acostado de espalda, se dedicó a decorar con sus obras de arte el cielo raso de la Capilla Sixtina en Roma. Pintó nueve escenas del libro de Génesis, incluyendo la creación de Adán, la creación de Eva, la tentación y caída de Adán y Eva, y el Diluvio.
Cuando de lo máximo en arte se trata, Miguel Ángel se lleva el premio. Pero esto es algo que nunca lo hubieras oído decir: “Me adjudico el mérito por la hermosura de mi expresión artística. Cada una de mis obras de arte —mi famosa escultura de David, las escenas que pinté en el cielo raso de la Basílica de San Pedro en Roma— las hice todas yo. Nadie me ayudó para nada”. No vas a encontrar esas palabras en ningún libro de historia, porque Miguel Ángel nunca las dijo.
A muchos nos gusta contarles a los demás las cosas importantes que hacemos. No tenemos que esperar mucho en el campo de juego o en los recreos o en el aula para oír los alardes impresionantes de algunos. Cosas como: “¡Una vez le di un puntapié tan fuerte a la pelota de fútbol que la reventé!”; o “¡Prepárate, porque es más que seguro que te gano en esta competencia!”; o “¡Mi papá tiene un furgón lleno de oro!”.
Pero la mayoría de las personas cuyos logros son verdaderamente importantes admiten que son solo parcialmente responsables de su éxito. Con frecuencia adjudican el mérito a Dios por sus habilidades, su inteligencia o talento. Por ejemplo, en el ocaso de su vida, Miguel Ángel escribió: “Creo que he sido designado por Dios para este trabajo… trabajo motivado por mi amor a Dios y pongo toda mi esperanza en él”.
Cuando logras algo excelente —sea grande o pequeño— ¿a quién le atribuyes tu éxito? Darle el mérito a quien le corresponde comienza con reconocer que tus habilidades en realidad provienen de Dios. Si él no te hubiera creado y dotado de todo tipo de talentos, no lograrías nada.
Y cuando del don del perdón se trata, en realidad nada tuviste que ver con eso. Tú no lo creaste, no te lo compraste, no te lo ganaste ni lo inventaste. No fue idea tuya. No es una obra de arte tuya. Perdonarte es algo que tu Dios lleno de amor hizo por ti. Te lo da como un regalo totalmente gratuito.
Por Josh McDowell