1 Pedro 1:18-19 Ustedes saben que fueron rescatados… con la sangre preciosa de Cristo, sin mancha y sin contaminación, como la de un cordero.
¿Cómo habrá sido ser padre en esa primera noche de Pascua? El cordero pascual acababa de ser sacrificado; ahora cada padre de familia tenía que hacer lo que Moisés les había dicho: sumergir un hisopo en sangre de cordero y untar con él el marco de la puerta de su casa: una mancha en el dintel superior y una en cada poste. Al llegar la noche, la puerta debía quedar cerrada y nadie podría salir hasta la mañana.
La orden de Moisés fue algo extraña. Sin duda, sus vecinos egipcios les preguntaron qué estaban haciendo, derramando sangre por todas partes. Tal vez incluso se burlaron de ellos. Pero ningún hombre se atrevería a desobedecer la palabra de Dios, porque Moisés les había advertido: "Porque el Señor pasará y herirá de muerte a los egipcios; pero, cuando él pase y vea la sangre en el dintel y en los dos postes, pasará por alto aquella puerta y no dejará que el ángel exterminador entre en las casas de ustedes y los hiera” (Éxodo 12:23).
La sangre del cordero era la seguridad de sus hijos: ningún niño israelita perdería la vida en la plaga final de Egipto. Estarían protegidos, seguros en casa. Murió el cordero y vivieron los niños.
Para nosotros también es así. Nuestro cordero es Jesús, el Cordero de Dios (como lo llamó Juan el Bautista). Él dio su vida voluntariamente por nosotros para salvarnos del poder de la muerte y del mal. Su sangre nos marca como miembros de la familia de Dios. Nada, ni un ángel de la muerte, ni siquiera el mismo diablo, puede destruir a los hijos de Dios. La sangre de Jesús marca la puerta de nuestros corazones.
ORACIÓN: Señor, gracias por salvarnos a través de tu sangre. Amén.