Mateo 6:21 (6:16-21) Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón.
Una vez escuché a un colega decir lo siguiente: “Tu Dios es aquél a quien dedicas tu tiempo, y en quien inviertes tu dinero.” Esta frase me hace pensar que somos más idólatras de lo que creemos, algo que no es para nada nuevo. Jesús ya vio la idolatría en sus contemporáneos. Estaba presente en sus prácticas de oración, en su ayuno, y en sus buenas obras. Algunos tenían dobles intenciones: querían quedar bien con Dios, a la vez que ser admirados por sus vecinos. Otros tenían una sola intención: alimentar su vanidad, aparentando piedad ante los demás. Para ello invertían tiempo y dinero para adorarse a sí mismos, acumulando así tesoros terrenales superfluos y baratos delante de Dios, tesoros que no enriquecen a nadie.
Nosotros no somos muy diferentes: nos dejamos atrapar por las cosas que brillan un poco y por el halago que nos hace sentir bien y que alimenta nuestro orgullo por un momento. No es que esté mal tener una apreciación adecuada de lo que somos y tenemos, ni que otros nos animen con palabras de aliento. El problema surge cuando dedicamos nuestro tiempo, nuestros esfuerzos, y nuestros recursos a que otros nos aprueben.
¿Dónde está nuestro corazón? Jesús nos exhorta a buscar las cosas de Dios, a invertir nuestro tiempo y nuestros recursos en el estudio de su Palabra, en la participación de la Santa Comunión, y en sostenernos constantemente unos a otros. El tesoro de su Palabra enriquece nuestro corazón haciéndolo brillar de tal forma, que sólo el Padre en los cielos puede verlo. El corazón que brilla por la gracia de Dios, late de una manera diferente: es un corazón agradecido, simple, enfocado en el tesoro eterno que, según Jesús, nadie nos podrá quitar.
Mi búsqueda del tesoro ha terminado. Jesús me encontró. No necesito más.
Gracias, Padre, porque hiciste accesible a nosotros todas las riquezas del cielo. Ayúdanos a atesorarlas debidamente. Amén.