2 Co 9:7 Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre.
Justo después de la Segunda Guerra Mundial cuando Europa comenzaba a recoger “los pedazos”, varios países se encontraban en ruinas y quizá el panorama más triste era ver a los niños huérfanos morir de hambre en las calles.
Muy temprano una mañana fría, un soldado americano iba camino a su cuartel en Londres. Al dar la vuelta en su jeep, vio a un niño con su nariz pegada a una ventana de una pastelería. Dentro, el cocinero trabajaba la masa para la elaboración de donas. El hambriento niño veía en silencio, no perdía un solo movimiento. El soldado se orilló y caminó hasta donde se encontraba el niño, pudo ver cómo se la hacía agua la boca al pequeño cuando el cocinero sacó la primera tanda de donas.
El corazón del soldado se conmovió y dijo “hijo, ¿te gustarían algunas de esas?, el niño dijo “¡si me gustaría!”
El americano entró a la pastelería y compró una docena, las puso en una bolsa y caminó hacia afuera en esa fría mañana en Londres. El soldado sonrió, y dijo “aquí tienes” mientras se dirigía a su jeep sintió un jalón en su abrigo.
Volteó y vio al pequeño que le preguntó “¿Señor,…es usted Dios?”
Nunca nos parecemos más a Dios que cuando damos “Dios amó tanto al mundo que dio…” (Juan 3:16)
Déjame animarte, a pesar de lo costoso que es dar y de los pocos siervos que puedas ver a tu alrededor determinados a ser diferentes, Dios nos dice que “ama al dador alegre” (2 Cor 9:7) y que promete que “el que es generoso, será bendecido” (Prov 22:9) ¡Creámosle!
Muy en el fondo de la mayoría de los cristianos que conozco hay un deseo profundo de liberación en vez de atesorar… dar en lugar de tomar. Vale la pena hacer todo lo necesario para que eso comience a suceder. Mamás, papás, solteros, niños, maestros, predicadores, hombres de negocios, profesionales, obreros, estudiantes ¡vale la pena!
Conviértete en un dador… y mira cómo Dios abre el corazón de otros hacia Él. Nunca nos parecemos más a Dios que cuando damos.
Por Charles R. Swindoll