Dios nos amonesta en contra de los malos deseos, porque las pasiones pecaminosas pueden producir vacío, sufrimiento, frustración, dolor e incluso muerte. Los creyentes sabios dejan que el Padre dirija sus anhelos, y luego hacen los cambios que sean necesarios.
Los deseos impuros han sido parte de la naturaleza “carnal” desde la caída del hombre, y puede ser difícil identificarlos en uno mismo. En vez de pecados evidentes como el robo, las drogas o la inmoralidad sexual, esos deseos involucran más a menudo actitudes y conductas sutiles, como desear el fracaso de un rival, el desprecio a la autoridad (2 P 2.10), la obsesión por las riquezas (1 Ti 6.9), o incluso hablar con palabras vanas. Puesto que las pasiones mundanas pueden causar gran daño (2 P 2.18), los creyentes deben rechazarlas (Tit 2.11, 12). Pero no podemos vencer estos deseos con nuestras fuerzas. La única manera de vivir rectamente es sometiéndonos al Espíritu de Dios.
El Señor conoce nuestros deseos, y entiende los errores cometidos sin querer. Cuando un creyente interpreta mal la guía del Espíritu o recibe un mal consejo, Dios mira el corazón. Puede permitir que suframos las consecuencias de una mala decisión, pero no avergonzará a sus hijos cuando comenten un error involuntario. Él puede convertir una situación mala en algo bueno (Ro 8.28).
Dios puede salvarnos de los deseos mundanos, pero debemos estar dispuestos a dedicarnos a Él y a confiar en Él. Cuando ponemos nuestra vida por completo en las manos del Padre, podemos pedir las maravillosas promesas que Él tiene para nosotros, y después descansar en su gracia.
Por Dr. Charles Stanley