Isaías 60:1,3 ¡Levántate, resplandece, porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti!… Andarán las naciones a tu luz…
Durante muchos siglos las antorchas, las velas y las lámparas, fueron los elementos que iluminaron los hogares y los templos.
Antes del descubrimiento de la electricidad, las noches de la humanidad eran muy oscuras, peligrosas e inseguras, por lo que esas llamas minúsculas y frágiles eran altamente valoradas. En el inmenso silencio de la noche, hombres y mujeres contemplaban las llamas descubriendo dentro de aquel fuego luz, vida, calor y seguridad. En los templos el fuego fue el símbolo y señal de la presencia divina, llegando, en muchos casos, al extremo de ser honrado como un “dios”.
La vela, como símbolo, habla claro: la luz que brota de ella es una llama viva que dispersa las tinieblas y da calor. La vela tiene un pabilo que saca de su interior la cera, que es su fuente de alimentación y sustento. La cera se entrega totalmente, consumiéndose en esa sublime misión de iluminar, a la vez que su llama tiene la facultad de encender otras llamas sin disminuirse.
En esta época del año son comunes las luces navideñas. Las utilizamos para decorar y así demostrar el tiempo festivo que estamos viviendo y que queremos compartir con el resto del mundo. Hagamos que todas las luces que utilicemos en esta Navidad, simbolicen la única luz verdadera: la luz de Jesucristo, que vino a este mundo para disipar hasta la más profunda e impenetrable oscuridad, sacrificándose a sí mismo para rescatarnos de todos nuestros pecados.
ORACIÓN: Jesús, luz para las naciones, ven e ilumina cada rincón de nuestra existencia y danos siempre tu paz y esperanza. Jesús, luz del mundo y de mi vida, brilla en mí y a través de mí. Amén.