Lucas 2:7 Y allí tuvo a su hijo primogénito; y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en ese albergue.
Los padres primerizos vigilan constantemente a su bebé. ¿Estará cómodo? ¿Con quién está? ¡Se caerá de la cama si dejo de mirarlo por un momento? ¿Tendrá calor? ¿Tendrá frío? ¡Y quién no ha soñado con que se lo olvidaba en el supermercado!
Hacemos lo imposible para que los bebés estén seguros—los nuestros y los de los demás. Pero con Jesús fue distinto: él ni siquiera tuvo una habitación en el hostal, junto a los otros viajeros (quienes sin duda se habrían molestado con su llanto).
Lo que sí tuvo, fue una madre que lo amaba. Ella lo puso a dormir en el pesebre, lejos del piso para que no tuviera frío y para evitar que un animal lo pisara. Sin dudas, tanto ella como José pasaron la noche lo más cerca posible del pesebre, protegiéndolo con sus cuerpos. Ese era el lugar seguro de Jesús.
Cuando Jesús se hizo hombre devolvió ese favor, pero no sólo a María y José, sino a toda la raza humana. La noche antes de su muerte, Jesús dijo a sus seguidores: “No se turbe su corazón. Ustedes creen en Dios; crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchos aposentos. Si así no fuera, ya les hubiera dicho. Así que voy a preparar lugar para ustedes. Y si me voy y les preparo lugar, vendré otra vez, y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, también ustedes estén” (Juan 14:1-3).
Jesús es nuestro lugar seguro. Él dio su vida por nosotros y luego volvió a vivir para ser nuestro salvador y nuestro refugio eterno. Él nunca nos abandonará ni desamparará, y nos promete que todo aquél que cree en él vivirá con él para siempre.
Entonces, ¿no es este el momento ideal para hacer lugar a Jesús en nuestro corazón?
ORACIÓN: Querido Señor, reina en mi corazón ahora y por la eternidad. Amén.