Rom 7:4…para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios.
Ya no estando casado a la ley, el creyente ahora está casado con Jesucristo.
De las muchas metáforas del Nuevo Testamento usadas para describir a la iglesia, la más íntima es la de la novia de Cristo. Pablo describe esa relación en Efesios 5:24-27 “Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha”
Al describir a Cristo como “el que se levantó de los muertos” Pablo destaca la unión del creyente con Jesús, no solo en Su muerte sino también en Su resurrección (Rom 6:4-5) Así que nuestro matrimonio con nuestro Salvador durará por siempre.
El resultado de nuestra unión con Cristo es “que llevemos fruto para Dios”, la meta de vida de todo creyente, glorificar a Dios llevando fruto. No hay tal cosa como un cristiano que no de fruto, porque el resultado inevitable de la salvación es una vida transformada. Jesús continúa ese proceso de transformación a lo largo de nuestras vidas, continuamente nos poda para que podamos dar más fruto para Su gloria (Juan 15:1-2)
El fruto espiritual puede definirse como un acto justo que glorifique a Dios. Puede consistir en actitudes piadosas producidas por Espíritu (Gal 5:22-23), alabar a Dios (Heb 13:15), llevar a otros a Cristo (Rom 1:13), dar a los necesitados (Rom 15:26-28), y vivir justamente (Fil 1:11). ¡Qué gran privilegio tenemos, ser eternamente “un espíritu” (1 Cor 6:17) con el Señor de la Gloria!
Por John MacArthur