2 Tim 1:9 Pues Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestras propias obras, sino por su propia determinación y gracia. Nos concedió este favor en Cristo Jesús antes del comienzo del tiempo
La mayoría de la gente que conozco desea el día de pago. Tú también ¿no? Por una semana o por dos semanas tú das tiempo y esfuerzo a tu trabajo. Cuando llega el día del pago, recibes un cheque bien ganado. Nunca he conocido a nadie que haga reverencias ante su jefe diciendo “gracias, gracias por este maravilloso regalo inmerecido ¿cómo podría agradecerte lo suficiente por mi cheque?” Si alguien lo hiciera, seguro que el jefe se desmayaría. Seguramente él pensaría, “¿qué le pasa a este tipo?” ¿Por qué? Porque tu cheque no es un regalo. Tú te lo ganaste. Te lo mereces ¡Cóbralo! ¡Gástalo! ¡Guárdalo! ¡Inviértelo! ¡Regálalo! Después de todo te lo ganaste.
En el lugar de trabajo, donde los salarios son negociados y acordados, allí no hay tal cosa como la gracia. Nos ganamos lo que recibimos, trabajamos por ello. El salario no es reconocido como un favor sino como una deuda.
Pero con Dios la economía es totalmente diferente. No hay una relación de salario con Dios. Espiritualmente hablando, tú y yo no hemos ganado nada más que la muerte. Te guste o no, estamos en bancarrota absoluta, sin esperanza eterna, sin mérito espiritual, no tenemos nada en nosotros mismos que nos dé favor ante los ojos de nuestro Padre celestial santo y justo.
Así que no hay nada que podamos ganar que haga que Dios alce sus cejas y diga: “mmm quizá tú merezcas la vida eterna conmigo” ¡De ninguna manera! De hecho, el individuo cuya trayectoria sea moralmente pura no tiene mejores oportunidades de ganar el favor de Dios que un individuo que hizo un desperdicio de su vida y actualmente esté viviendo en desobediencia.
Todos los que esperan ser justos eternamente debe venir a Dios de la misma manera: “sobre la base de la gracia” como un regalo. Y ese regalo viene a nosotros absolutamente gratis. Cualquier otro punto de vista de la salvación es herejía, así de simple.
Por Charles Swindoll